30/5/07

DESDE EL DIVAN


Entré al consultorio, me quité el piloto, lo colgué en el perchero y ahí supe su nombre: era Enrique Piñeyro. Le dije: "Te equivocás de Garré: yo soy Silvina". Se disculpó. Me sentí un poco incómodo, como prolijo escribano en maratón de ponzoña. El sabía que yo no tengo nada de Garré ni de mujer, pero aceptó el juego y se fue. Luego puse mis manos en cruz y reparé en mis arrugas: tensas, falaces como las de un mico que presume de hacer una buena probation. Miré durante unos segundos cómo el anaquel guardaba atisbos de diferentes sabores y escogí uno: "Auténtico sabor a tromba", rezaba el prospecto. Avancé hasta el diván con paso decidido y como acordándome de las tardes con Amadeo Maruolio, aquel que ensordecía a la barriada haciendo percusión sobre unos ajíes.

Me senté; no estaba en condiciones de acostarme. Comía el atisbo de a poco y pensaba que la vida me tira de sisa y eso quiero conservarlo como sensación/sentimiento primal, porque -en definitiva- es lo que hace que me conmueva la palabra "marlo", lo cual suena genuino desde sus orígenes.

Pero aquí estoy, en análisis. Delante de un galeno que, centípreto y a usanza, acomete con lavajes histriónicos y me encara. Lo miraba a la cara a mi analista, no hubiera sido capaz de emitir una palabra. Aunque pensándolo bien, podría usar mi favorita "fonema", que nunca está de más tenerla a mano, fresquita y a punto. Por otra parte sabía que lo que había descubierto podía cambiar el curso de mi terapia. Percibía que por primera vez estaba a punto de descifrar por qué me afectaba tanto no entender la realidad.

Mirándolo a los ojos, le dije a mi terapeuta: "Mi mamá y mi papá me engañaron todo el tiempo".

Y sin dejarlo pestañear quise desarrollar el nudo de mi angustia, pero no me dejó. Sólo hizo una mueca de desagrado y exclamó "Mmmm...¡qué hambre!". Y se fue.


Años más tarde fue 1978.


Jerónimo Josué de Sanlúcar. Anacoreta.

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